miércoles, 20 de febrero de 2013

DE SOLO ESTAR (Manuel J. Castilla)

(fragmento)

El tiempo, de existir, era lento como una miel dorada.
Se lo notaba a ratos en esa casa añosa, sobre la siesta, cuando en la huerta del fondo, en medio del gran silencio, entre el leve crepitar de los insectos de los yuyarales y el zumbido insistido de los huancoiros junto a las viejas vigas del techo, caía con un ruido sordo, como un golpe de barro, algún durazno maduro.

Parecía caer sobre uno mismo o sobre el mismo corazón de la tierra. Entonces uno sabía que el tiempo vivía aunque fuera por un instante. Ese golpe seco era signo de su vida y de su muerte, también. Entonces los ojos seguían sus huellas pesadas. Por las paredes blancas caía, barroso, memorizando remotas lluvias; silenciosos flecos nocturnos y lluvias, muchas lluvias mojaban sus ropas de sapo triste.
Se le veía solo mirando largo un mismo punto, que podía ser el tronco del arrayán. Era oscuro su cuerpo y tenue. La luz, como una mano de oro, lo iba retirando de la madera. Y él cedía su lugar, callado, casi solícito. Después ya todo su sitio estaba iluminado. Y había que bajar los ojos al suelo por donde también comenzaba su retirada, entre hojarasca quebradiza y perros que la pisaban a trechos. Así, hasta que se iba lejos, más allá de los cercos y desaparecía.
Entonces venía la noche. Pero algo del tiempo había quedado en los rincones y en la cisterna. Y uno volvía a notar su presencia, sus ruidos.
Cuando la madre pasaba con la lámpara en los últimos trajines, latía en los rincones sombrosos. Por fin se dormía cuando la madre tapaba con ceniza el ojo soñoliento y colorado del fuego. Mas, noche entrada, siempre, alguien lo despertaba con las manos del susto. Era como hurguetearle con un palo la cola en la alacena donde dormía. Buscaban huecos en los paredones donde había ollas de barro con monedas de oro y muchos collares. Pero todo era cosa de los arrieros alucinados. Ganas de encontrarle algo a la casa, de turbarle su añosa paz.
Así, la casa y el tiempo, juntos, una vez despertados, les quemaban el sueño y nadie podía pegar los ojos. Por la galería grande, sobre sus baldosas de ladrillo, llegaba el otro dueño de la casa, el que la había hecho y que ya estaba bajo la tierra.
Es cierto que habían oído sus pasos tintineados de espuelas, pero no lo conocían. Se lo imaginaban de anchas bombachas negras y bigotes cayéndole sobre la boca seria. Lujosa la chaqueta y el sobrero aludo y blanco. Un señor recio, de lentos ademanes. Arremetía con su caballo por el guardapatio; los cascos herrados del animal sacaban chispas de las piedras medio enterradas y el jinete desensillaba. Avanzaba hasta la galería y allí paseaba sonando sus espuelas. Hasta creían oír el golpe del talero sobre la caña de la bota. Entonces salían armados de las habitaciones, los ojos abiertos al miedo. Solo la noche afuera; los grillos y los sapos latiendo. Tenían que volverse porque no hallaban nada.
-Es el tiempo- pensaban.

(En De solo estar, 1957)

1 comentario:

  1. Humildemente acerco una inquietud: En la Antología de Manuel J. Castilla,Edición Centro Editor de América Latina. Colección LOS ESCRITORES ARGENTINOS, en la página 32 dice:
    "...Por las paredes blancas caía, barroso, memorizando remotas lluvias; silenciosos flecos nocturnos y lluvias, muchas lluvias mojaban sus ropas de trapo triste."
    Y acá leo ..." muchas lluvias mojaban sus ropas de sapo triste."

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